Este verano un grupo de 11 jóvenes provenientes de Chile, México y Brasil participaron de unas misiones únicas en cuatro poblados de Raposa Serra do Sol en Roraima, Brasil. Ellos fueron diez días a las aldeas de Maturuca, Willimon, Caraparu y Sao Mateus, donde no sólo compartieron y ayudaron a las comunidades indígenas locales sino que también se encontraron con un gran testimonio de fe.
En las aldeas indígenas en la selva del Amazonas se siente algo especial al ver a sus habitantes que viven su día con una sonrisa en su rostro y que son testimonio de fe, entrega, esperanza y perseverancia. Este verano un grupo de 11 jóvenes provenientes de Chile, México y Brasil participaron de unas misiones en los poblados de Raposa Serra do Sol en Roraima. Por medio de la vivencia de la fe compartida, el intercambio cultural y la convivencia diaria, tuvieron la oportunidad de conocer en profundidad cada aldea que visitaron y recibieron a cambio como regalo infinitas muestras de acogida, cariño y generosidad por parte de las personas. Tres de esos misioneros nos relatan sus invaluables experiencias en Brasil.
Carolina Hatton (20 años): Ex – alumna del colegio Cumbres y estudiante de Diseño en la PUC
Nunca había conocido a gente tan católica, tan creyente y tan practicante.
“La idea de participar en este viaje era muy interesante porque era una experiencia muy distinta a los apostolados que había hecho en Chile. Esta oportunidad me causó intriga porque iba con la idea de encontrarme con mucha vegetación, animales exóticos e indígenas vestidos con taparrabos. Llegué y era totalmente distinto a lo que pensaba. No había mucha vegetación, el paisaje era de tierra y polvo y no había ningún animal más exótico que la rana. Al principio, me sentía incómoda y me quería devolver a mi casa con mi familia. La situación se complicó aún más al no entender nada de lo que me decían debido a que era expresado en portugués.
La primera noche durmiendo en hamacas no fue tan terrible como pensaba. Era mucho más cómodo que dormir en un colchón inflable. En el segundo día pudimos conocer a algunos niños después de recibir millones de miradas de curiosidad e intriga. La gente poco a poco fue haciendo que uno se sintiera más en casa con gestos muy chicos, pero significativos. Las bienvenidas y las despedidas eran de una producción impresionante. Nos llenaban de regalos al irnos. Los niños nos hacían pulseras o cualquier cosa para que nos lleváramos de recuerdo. Había muchísima preocupación, entrega, dedicación y generosidad.
Ya los siguientes días no me sentía ni un poco incómoda, me logré adaptar muchísimo más rápido de lo que yo pensaba. A pesar de estar casi dos días en cada aldea, uno se lograba encariñar rápidamente gracias a la calidad de personas con las que estábamos sociabilizando. Nunca me había pasado algo así. Nunca había conocido a gente tan católica, tan creyente y tan practicante. Además nunca pensé sentir tanta pena al despedirme de alguien que conocí, prácticamente, por un día. El intercambio de cultura, de conocimiento, pero principalmente de cariño y afecto era inexplicable.
Este viaje ha sido una de las mejores experiencias en mi vida, por no decir la mejor. Andaba en búsqueda de un tiempo de meditación y reflexión personal, que durante el viaje se me dio enormemente y ayudó para conocerme muchísimo más a mí misma y a renovar mi fe y mis ideales. Estoy muy agradecida con Dios de que me haya dado la oportunidad de conocer una realidad tan distinta y a gente increíble, tanto a los indígenas como a los del grupo con el que íbamos”.
Juliana Battaglin: Consagrada del Regnum Christi
Los pueblos indígenas me han dado un gran testimonio de fe, entrega, esperanza y perseverancia.
“Vivir esta experiencia ha sido algo único e inolvidable. A partir de la preparación previa de la misión, ya se me hacia todo una aventura dado que era la primera vez que conviviría con pueblos indígenas de manera tan cercana. No tenía muchas expectativas, solamente quería llegar y vivir la experiencia. Tuvimos la oportunidad de conocer a cuatro aldeas: Maturuca, Willimon, Caraparu y Sao Mateus. Desde la primera hasta la última, fuimos recibidos y acogidos con mucho cariño, alegría y generosidad. Las personas nos ofrecieron lo mejor que tenían y nos sentimos a gusto y en confianza muy rápido. En cada aldea permanecimos dos días, que parece poco, pero fue necesario para conocer sus vivencias e interactuar con ellos.
Nuestra rutina era participar en sus celebraciones, comer con ellos, jugar con los niños, conocer sus cosechas, pasear en el rio y, sobretodo, escucharlos cuando nos compartían su forma de organizarse, llevarse entre ellos y trabajar. Fue, sin duda alguna, una experiencia profunda lo que compartí con ellos estos nueve días. De desconocidos pasaron a ser parte de mi vida como amigos y personas que siempre tendré presente en mis oraciones. En cada gesto, mirada, sonrisa y palabra pude ir descubriendo la riqueza que estos pueblos tienen y como luchan por mantener viva la identidad indígena. Hoy, mi mirada hacia ellos es distinta, porque me han dado un gran testimonio de fe, de entrega, esperanza y perseverancia”.
Carlos Zertuche (19 años): Colaborador mexicano del Regnum Christi en el colegio Everest
Dios me dio la gracia de poder comunicarme con sonrisas y risas
“Es difícil expresar con palabras lo que viví en estos diez días. En las aldeas en donde estuvimos no hay señal para celulares, hay poca luz, uno se baña rodeado de insectos, se duerme incomodo, se alimenta de lo mismo en cada comida y no hay ninguna comodidad. Se escucha difícil estar contento todos los días en un lugar con esas características, pero la gente que vive ahí es verdaderamente feliz. Sin ninguna preocupación, la gente vive el día a día sin pensar en lo que va a pasar mañana y olvidando que pasó ayer. Sonríen y cantan desde las 6 de la mañana hasta las 10 de la noche. Nos mostraban una sonrisa que no se apagaba en ningún momento del día y que transmitía a Dios de la manera más simple que hay.
Sin entender nada y casi todo el tiempo teniendo a un traductor, mi única manera de comunicarme fue a través de mí sonrisa y provocando la risa de cualquier persona que me encontrara en el camino. Mi objetivo fue nunca perder la sonrisa en esos días, pero ahora me doy cuenta que en el ambiente que estaba era fácil sonreír y que el verdadero reto es regresar a mí realidad y tener conmigo esa sonrisa en todo momento en medio de todas mis preocupaciones. La gente que conocí en las aldeas me recordó el valor que tiene la sonrisa y que a través de algo tan pequeño e insignificante se puede transmitir a Dios. Siempre estaré agradecido con todos ellos por todo lo que nos dieron”.