Oriundo de la ciudad de Baton Rouge en Estados Unidos, el H. Andrew Tarleton, LC, descubrió que la verdadera felicidad se encuentra en la entrega a los demás durante sus cinco años como instructor de formación en el colegio Everest. Este 16 de diciembre, da un nuevo paso en su vida al servicio de Dios al ordenarse sacerdote en la Basílica de San Pablo Extramuros de la ciudad de Roma en una ceremonia presidida por el Cardenal Giuseppe Bertello, Presidente del Governatore del Estado de la Ciudad del Vaticano y presidente de la Pontificia Comisión para el Estado de la Ciudad del Vaticano. Unos días antes de este tan anhelado momento, nuestro querido H. Andrew, que actualmente se desempeña como capellán auxiliar y director del ECyD en el colegio Cumbres, comparte la hermosa historia de su vocación.
Han pasado diecisiete años, once meses y trece días desde que salí de mi casa en el sur de Luisiana para seguir el llamado de Dios. Ha sido un largo viaje. Hubo momentos de alegría inolvidable y momentos de dificultad que parecían imposibles de superar. Pero ahora mirando hacia atrás, no cambiaría nada. Cada momento, ya sea rebosante de alegría o abrumador en dificultad, ha sido hermoso. Cada paso ha valido la pena. Es como San Pablo nos enseña: \”sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados\” (Rom 8, 28).
La mejor familia imperfecta
El mejor regalo que Dios me ha dado son mis padres. Yo crecí en una familia que estaba lejos de ser perfecta. La verdad es que no hay familias perfectas, pero mi familia era una familia en la que el amor florecía junto con la imperfección humana. Creo que esa es la lección más importante que uno aprende en una familia: hay que perseverar en el amor a pesar de la debilidad y la imperfección humana. En nuestro hogar teníamos las prioridades claras: Dios, la familia, la educación y los partidos de fútbol americano de Louisiana State University, generalmente en ese orden. Sin embargo, cuando la Universidad de Alabama llegaba a jugar a la ciudad, el fútbol americano saltaba al primer lugar por una noche.
Nosotros somos católicos de cuna. Estoy muy agradecido que mis padres trabajaron arduamente para enviarnos a colegios parroquiales. Siempre me fue bien en el colegio. Solíamos andar en esos autobuses amarillos tradicionales hacia y desde el colegio todos los días. Éramos los primeros en ser recogidos por la mañana y los últimos en ser dejados en la tarde. Mi objetivo como estudiante era terminar toda mi tarea durante el viaje en autobús para poder jugar videojuegos en el momento en que entrara por la puerta de nuestra modesta casa. Durante mi época escolar jugué todo tipo de deportes: béisbol, fútbol americano, baloncesto, atletismo y fútbol. Debo admitir que no fui particularmente bueno en ninguno de ellos. Muchas veces no terminaba la temporada porque no tenía la disciplina requerida para hacerlo. La excepción fue el fútbol americano, que me encantó especialmente. Jugué dos temporadas completas y aprendí mucho sobre la dedicación y el arduo trabajo en el campo de práctica durante las largas y calurosas tardes de Luisiana. Al acercarme a los últimos años de la enseñanza básica, la cuestión de en donde cursaría la enseñanza media se estaba convirtiendo en un tema dentro de mi círculo familiar. Había varias opciones en mi ciudad natal. De lo que si estaba seguro era de una cosa: cuando terminara octavo básico iba a asistir a un colegio mixto para la enseñanza media a pesar de las protestas de mi madre. Para mí el estudiar en un colegio solo para varones estaba fuera de discusión. Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
Escuchando y siguiendo el llamado de Dios
Nunca olvidaré la primera vez que conocí a un Legionario de Cristo: agudo, dinámico y apasionado del quehacer de su vida. Fui invitado a un retiro por unos familiares del que no recuerdo mucho sobre lo que hicimos, pero de lo que si me acuerdo es que comencé a ver mi fe y mi relación con Dios bajo una luz diferente. Por eso más tarde me uní al ECyD en donde nos reuníamos una vez a la semana para hablar sobre la fe, rezar y divertirnos. Es así como poco a poco fue creciendo mi relación con Dios. Esto continuó durante un par de años aproximadamente hasta que una primavera este grupo de jóvenes organizó un viaje a la Escuela Apostólica de la Inmaculada Concepción. Para ser honesto, no estaba pensando en ser sacerdote, pero me encantaron todas las actividades que hicimos con los sacerdotes de los Legionarios de Cristo. Ir a ese retiro cambiaría mi vida para siempre.
Si bien soy un orgulloso sureño, tengo que admitir que Nueva Inglaterra tiene una belleza propia. Entre esa belleza está la nieve. Viajamos al seminario de la escuela secundaria en New Hampshire a principios de abril y todavía había nieve en el suelo. Pero lo más hermoso que sucedió en esa pequeña escuela enclavada en las Montañas Blancas no tenía nada que ver con su belleza natural.
Desde el primer momento en que pisé el seminario de la escuela secundaria, sentí algo especial. No hubo visiones, ni conversiones milagrosas ni experiencias extracorpóreas. Me encontré con chicos que eran jóvenes, entusiastas y felices. Fue impactante para mí que estos muchachos no tuvieran nada que yo considerara necesario para la felicidad. No iban a fiestas, no jugaban videojuegos y, lo más importante, iban a la escuela sin chicas. Y, sin embargo, estaban más felices que yo. Me dije a mí mismo que no sé lo que tienen, pero lo quiero. Estos jóvenes le estaban dando a Dios la primera opción en sus vidas y yo quería hacer lo mismo. No se lo conté a nadie en la escuela, pero en mi corazón sabía que volvería.
Llegué a casa varios días después y le dije a mi madre que quería ser sacerdote, quería ser Legionario de Cristo y quería ir al seminario de la escuela secundaria en New Hampshire. Mi madre me dijo con mucho cariño que si quería ser sacerdote eso era maravilloso, pero que tenía que esperar hasta los dieciocho. Mirando hacia atrás ahora, es lo que cualquier madre sensata hubiera dicho a su hijo mayor de doce años. Pero a veces el curso de acción más sensato no es necesariamente el mejor curso de acción. Mi madre probablemente pensó que era una etapa pasajera en mi vida. A veces los niños quieren ser policías, luego astronautas, luego sacerdotes… Esta etapa pasaría como todo el resto. Solo que no fue así. Todos los días durante dos meses iba a ver a mamá y le decía que Dios me llamaba a ser sacerdote y que quería ir a la escuela en New Hampshire. Ella me daba palmadas en la cabeza, me decía que esperara hasta que fuera mayor y, probablemente, pensaba en cuándo terminaría este deseo.
Después de uno o dos meses, finalmente le dije a un sacerdote legionario que quería ir al seminario de la escuela secundaria. Le dije que mis padres eran más que escépticos sobre este viaje que quería emprender. Me dijo que si mis padres no me daban permiso, no podía asistir. Pero también estuvo de acuerdo en que iría a hablar con mis padres. Unos días más tarde vino a visitar a mi familia. Nos sentamos a cenar pero nadie hablaba de la vocación. Entonces miré a mi padre y le dije: \”¿No hay algo importante de lo que deberíamos estar hablando aquí?\”. Pero mi madre dejó muy en claro que esta conversación tendría lugar cuando yo no estuviera presente. Después de la cena, mis padres enviaron a mi hermano, a mi hermana y a mí a nuestras habitaciones para que pudieran tener una conversación seria con el sacerdote sobre el deseo de su hijo de mudarse a New Hampshire al seminario de la escuela secundaria.
El sacerdote hizo todo lo posible para explicar cómo el seminario de la escuela secundaria es un lugar para que los jóvenes puedan discernir su llamado al sacerdocio, al mismo tiempo que siempre cuentan con la libertad de irse. Mi madre no estaba realmente a de acuerdo con este escenario. Tenía dudas obvias sobre la distancia, la edad, etc. Así que miró a mi padre y le dijo: \”¿Qué piensas de esto?\”. Mi padre tampoco estaba muy entusiasmado con la idea. Pero dijo algo muy sabio: \”Dentro de diez años, cuando mi hijo pueda andar en el camino equivocado, lo que le puede pasar a cualquier niño, no quiero mirar hacia atrás y lamentar que no le permití a mi hijo perseguir su vocación religiosa cuando él quería hacerlo \”. La resistencia comenzaba a ceder. Decidieron dejarme ir para poder probar durante el verano. Ellos pensaron que moriría de choque cultural y regresaría para el final del verano.
Entonces comenzamos la preparación para el programa de verano. Escribí ensayos, compramos el número prescrito de pantalones caqui y polos blancos y, finalmente, un boleto de avión. La noche antes de irme a New Hampshire, mi madre entró a mi habitación como siempre lo hacía para rezar y darme un beso de buenas noches. Y ella me encontró llorando en mi cama. Pensó que era su oportunidad de convencerme. Después de meses de estar seguro de irme de casa para seguir la vocación, tal vez por fin estaba empezando a vacilar. Entonces ella me preguntó qué pasaba y me dijo que podía quedarme en casa si no quería irme. Simplemente la miré con la sinceridad de un niño de doce años y le dije: \”No estoy llorando porque no quiero irme, estoy llorando porque sé que esto es lo que Dios me está llamando a hacer, pero es tan difícil para ti dejarme ir”. Fue allí donde mi madre se dio cuenta por primera vez de que esto era algo especial.
Al día siguiente, estaba en un avión desde las costas del golfo de Luisiana hasta las montañas blancas de New Hampshire. Adaptarse a un internado no fue fácil. Era difícil despertarse temprano, ir a misa, rezar diariamente y la separación de la familia porque no son pequeños sacrificios. También hubo beneficios: ir de excursión por las montañas, nadar en los lagos cristalinos de New Hampshire, las guerras de canoas y los viajes a Boston. Pero a pesar de las dificultades, estaba feliz. Todo el tiempo estaba creciendo en mi deseo de dar mi vida a Dios como sacerdote.
En el final del verano decidí quedarme todo el año escolar. Al final del verano, todos los muchachos se van a casa por varios días. Después, si ellos personalmente quieren asistir a al seminario, y si son aceptados por la escuela y reciben permiso de sus padres, regresan para el año escolar. Le dije a mi madre por teléfono que quería asistir todo el año escolar. Ella me dijo que tenían un boleto de ida y vuelta para el verano y que no podían comprar otro boleto para el año académico. Ella sugirió que espere un año y regrese el verano siguiente para probarlo. Le dije que no quería esperar otro año y que si no podíamos comprar otro boleto de avión, entonces no regresaría a Luisiana. Me quedaría. Y fue así como me quedé. Mis padres dieron un gran salto de fe y me permitieron quedarme. Siempre estaré agradecido con ellos por hacer el último sacrificio de ofrecer a su hijo a Dios para ser su sacerdote. Sin su generosidad no estaría donde estoy hoy. Hoy mis padres dicen que no habrían cambiado nada.
Viendo la mano de Dios en mí viaje
Eso fue hace casi dieciocho años. Mucho ha sucedido desde ese momento. Si bien ha habido continuidad desde ese primer “sí” hecho hace tantos años, ha sido un “sí” puesto a prueba muchas veces. Es una decisión que he tenido que renovar libremente cada día. Pretender que todo ha sido color de rosa no le da justicia al sacrificio que es dar la propia vida ni a la constancia de la gracia de Dios. Es en el dolor y la dificultad que verdaderamente brilla la gracia de Dios y donde el amor se forja verdaderamente. Me gustaría compartir tres de esos momentos difíciles que han sido cruciales en mi viaje vocacional y las lecciones que me enseñaron.
El plan que Dios tiene para ti es más grande que tus problemas
La primera lección llegó diez años después de ingresar a la Escuela Apostólica en un momento particularmente difícil en mi vocación. Mi congregación estaba atravesando una crisis que me hizo cuestionar el significado de mi propia consagración a Dios. Fue como el momento de crisis en un matrimonio donde la luna de miel ya pasó, vienen las dificultades y uno olvida por qué se casó en primer lugar. Cuando estaba luchando con esto, recibí otra noticia terrible. Mi hermano había ingresado a tratamiento por una adicción. Después de un mes de tratamiento, el programa ofrece una semana para que las familias participen y ayuden a su familiar en su proceso de sanación. Toda mi familia fue. Durante esa semana, hubo un momento que nunca olvidaré. Parte del proceso de sanación de los pacientes es que se reúnen en un grupo junto con todos los miembros de la familia. En esa reunión, cada paciente debe decirle a cada miembro de la familia todo lo que debe hacer y cambiar para ayudar al paciente a progresar en su camino hacia la sobriedad. Mi hermano y yo nos amamos. En general, nuestra relación es amistosa, pero siempre había seguido muy de lejos mi vocación. Estaba seguro de que tenía una lista de peticiones y quejas sobre mi ausencia. Entonces, cuando nos sentamos cara a cara, estaba listo para lo peor. Él me miró y dijo con mucha calma. \”Solo quiero preguntarte una cosa: que te mantengas exactamente como eres. Nunca cambies\”. Nos abrazamos y lloramos. Y recordé el significado de mi consagración a Dios. No solo mi consagración a Dios tenía significado, significaba algo para las personas que más amo. Fui a apoyar a mi hermano en su hora más oscura y terminó ayudándome en mi hora más oscura. Hoy mi hermano ha estado sobrio por muchos años, se graduó de la universidad y está casado y tiene tres hijos. Lección: El plan de Dios para tu vida es más grande que tus problemas.
La verdadera felicidad se encuentra en el entregarse a otros
Dos años más tarde recibí mi primera tarea pastoral: trabajar con jóvenes en un colegio en Chile. Yo estaba emocionado. Siempre quise salir de mi país. Llegué listo para ayudar al mundo, sin embargo, hubo algunos problemas. Primero, no hablaba español. Segundo, no tenía idea cómo navegar las complejidades de un colegio tan grande. Puedo decir que no fue lo que esperaba. Me sentía inútil y lejos de todo. Un día la frustración se apoderó de mí. Busqué un lugar para estar solo y dejarlo todo. Fui a la pequeña capilla en la casa donde vivía. Pero no quería que nadie me siguiera, así que fui a la sacristía y salí a la calle. Caminé a lo largo de la pared de la capilla, me senté en el suelo y bajé la cabeza. Terminé directamente en el otro lado del tabernáculo. Oré y le dije a Dios que no creía que pudiera seguir así. En ese momento, Dios llenó mi corazón con la certeza de que Él me daría la fortaleza y que yo necesitaba entregarme para servir a los demás lo mejor que pudiera. Después de ese crudo momento de oración, me llené de paz. Me entregué por completo y lo mejor que pude al trabajo pastoral en el colegio. Trabaje para los jóvenes, en retiros, en dirección espiritual, fui capellán del equipo deportivo e hice clases de inglés. A donde me llamó el colegio a servir, yo estuve allí. Mis cuatro años en Chile resultaron ser los mejores cuatro años de mi formación. Ahora amo a Chile. Lección: la verdadera felicidad se encuentra en la entrega de uno mismo.
Nadie te puede amar como Dios te ama
Hacia el final de la formación hay un momento muy importante: la profesión de los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. Estos son como los votos matrimoniales: \”hasta que la muerte nos separe\”. Fue un evento para el que me había estado preparando durante mucho tiempo. Había discernido y había buscado el consejo de aquellos en quienes confiaba. Entonces escribí mi carta pidiendo ser admitido. Después de uno o dos meses recibí una carta de aceptación. Estaba eufórico. A medida que se acercaba el día, yo estaba listo, o al menos eso creía. Estaba contento con la decisión. Pero la noche antes del gran día estaba acostado en la cama y comencé a preguntarme si era o no lo suficientemente bueno. Me pregunté si con todos mis pecados y debilidades podría cumplir las expectativas del mundo, la Iglesia Católica y de Dios. En ese momento Dios le habló a mi corazón de una manera muy profunda. Dejó en claro que Él me amaba infinitamente. A la mañana siguiente profesé los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. Lección: Nadie puede amarte como Dios te ama.
Él no se lleva nada y te entrega todo
He compartido esta historia muchas veces en varias formas. Es una historia especial. Pero mi temor es que la gente lea esta historia y piense \”qué historia tan asombrosa, mira lo que hizo esta persona\”. Si hay algo que quiero que la gente sepa de esta historia es que no soy una persona increíble que hizo una cosa asombrosa. Yo soy un hombre normal y fue Dios quien hizo algo increíble a través de mí. Espero que mi historia ayude a las personas a darse cuenta de que Dios también puede hacer cosas increíbles en su vida si se lo permiten. A veces pensamos que si le permitimos a Dios entrar en nuestras vidas vamos a perder algo que hace que la vida sea feliz, bella y satisfactoria. Tememos que pueda llevarse algo. Cuento mi historia como un regalo para ver que eso está muy alejado de la realidad. Y repito junto con Benedicto XVI: \”¡No tengan miedo de Cristo! Él no se lleva nada, y te entrega todo. Cuando nos entregamos a Él recibimos cien veces más a cambio. Sí, abran ampliamente las puertas a Cristo, y encontrarán la verdadera vida. Amén.\”