+ Fernando Ramos Pérez
Santiago, 4 de agosto de 2018
Queridos hermanos y hermanas en Cristo el Señor. Hemos llegado esta tarde a este Templo parroquial de San Francisco de Sales para participar en un hecho significativo, cargado de simbolismos que tal vez para muchos resulten extraños.
Nos convoca el hecho de que cuatro jóvenes, después de un largo proceso formativo en la congregación religiosa Legionarios de Cristo, van a recibir el sacramento del orden, en el grado de diácono, en vista a que próximamente recibirán el ministerio sacerdotal. Cuando salgamos de esta celebración, ellos saldrán con nosotros como diáconos en tránsito al sacerdocio. El hecho, además, que esta celebración la hagamos justamente el día en que la Iglesia universal recuerda al Santo Cura de Ars, patrono de los párrocos, nos permite encontrar un referente histórico de alguien que recorrió los mismos senderos que estos 4 jóvenes, llegando muy lejos como ministro dedicado a la atención pastoral de una pequeña comunidad.
Muchos seguramente se preguntarán por qué ellos se quieren consagrar a Dios, a través del sacramento del Orden, en circunstancias que la Iglesia y los sacerdotes son fuertemente cuestionados en el mundo y en nuestro país. No faltan razones para formular estos cuestionamientos, ni tampoco faltan ejemplos, malos ejemplos, de ministros de la Iglesia que han traicionado su vocación. Son situaciones que nos golpean y nos interpelan, pero que al mismo tiempo agudizan nuestra percepción y deseos de comprensión para llegar hasta las razones más profundas que sostienen una vocación de consagración al Señor para dedicar la propia vida al servicio del Pueblo de Dios.
Los invito a que hagamos un recorrido sobre lo que significa este momento para los cuatro que van a ser ordenados diáconos, dejándonos conducir por la Palabra de Dios, por la Escritura, que es siempre luz para nuestros pasos y alimento de nuestro corazón. ¿Qué nos puede decir esta palabra para que entremos en sintonía con lo que están viviendo en este momento Lucas, Javier, Juan Pablo y Christian?
La primera lectura nos presenta la conmovedora escena del llamado que el joven Samuel recibe de Dios para convertirse en un profeta. Samuel tuvo una vida azarosa, casi al límite de las posibilidades humanas, pues su existencia fue un acto de gratuidad. Fue hijo de Ana, una mujer estéril que lloraba amargamente su infecundidad. Su nacimiento parece fortuito, pero después Samuel se convirtió en un profeta fundamental para Israel. Fue el garante de la transición de este pueblo hacia la monarquía, ungiendo a sus primeros reyes. Cuando era un muchacho estaba al servicio de Elí, sacerdote en un antiguo santuario. Un día sintió que era llamado por su nombre. Después de varios intentos en los que expresaba su disponibilidad de servicio a quien creía que lo llamaba, con la ayuda de Elí, Samuel descubre que es Dios quien lo llama, respondiéndole: “Habla que tu servidor escucha”. De esta forma, se convierte en un profeta, comprendiendo él mismo su condición de profeta como la de quien es el servidor de Dios. Fue así que, en efecto, Samuel continuó su vida de profeta sirviendo al Señor.
He aquí entonces un primer rasgo de lo que son estos cuatro hermanos que reciben hoy el diaconado. Ellos han sido llamados por el Señor, tienen una vocación y ellos se han puesto en actitud de escucha de este llamado. No nace este camino desde una disposición autoreferencial que busca sobresalir por el heroísmo de la opción de seguir la voz de Dios. No, por el contrario, nace desde la humilde actitud del que está abierto a escuchar y dejarse tocar por alguien distinto. Los que viven encerrados en sus proyectos, anhelos y desafíos personales, no tienen vocación porque no son capaces de escuchar a otros, solo se escuchan a sí mismos.
Más aún, si pasamos la vocación por el cedazo de la novedad de Jesús, nos daremos cuenta que, tal como dice el texto del evangelio que acabamos de escuchar, la vocación que Cristo hace a sus discípulos permite una transición desde la condición de servidor a la condición de amigo del Señor: “Ya no los llamo servidores … Yo los llamo amigos”. Samuel era un servidor de Dios; los apóstoles, en cambio, son amigos de Jesús. ¿Cuál es la diferencia entre un servidor y un amigo? Jesús mismo se encarga de indicarla. El servidor ignora lo que hace su señor, en cambio el amigo da a conocer la verdad de sí mismo y sus motivaciones más profundas.
En una época en que abundan los conocidos y escasean los amigos, la verdadera amistad es un patrimonio invaluable. Incluso más, cuando se genera un lazo de amistad con Jesús, uno verdaderamente experimenta eso de que no hay acto de amor más grande que el dar la vida por los amigos, tal como lo hizo Jesús por sus amigos. La amistad edifica y hace crecer como personas, nos da una identidad y sentido de pertenencia a algo que vale la pena compartir con otros.
Desde esta perspectiva, los que van a ser ordenados diáconos en este día, sustentan lo que están viviendo desde la condición de personas que han recibido una vocación del Señor, la que se verifica desde la amistad con Jesús. Es una amistad gratuita y generosa, pero que no está descontada en el diario vivir. Por esta razón, en el caminar como diáconos y después como sacerdotes se podrán dar cuenta que la vocación que han recibido solamente se sostiene desde la amistad con Jesús. Cuan amigo eres de Jesús, cuan pleno y fecundo será tu ministerio. Día a día hay que reactivar esa amistad para que no se duerma y aparezcan otras amistades que pueden ensombrecer nuestro corazón.
Un segundo rasgo que advertimos en la Palabra de Dios, se refiere a la consagración propiamente tal. Consagrar es destinar alguien o algo para un fin específicamente sagrado. Los objetos consagrados son destinados al culto. Las personas consagradas se dedican al servicio de lo sacro. El diaconado y el sacerdocio se inscriben en el ámbito de lo sacro y por eso las personas que ejercen este ministerio son consagradas. Pero ¿qué es lo propio y específico de una consagración? No se trata sólo de la realización de un rito, sino más bien de un sentido de pertenencia y anclaje en la vida, de manera que desde allí se proyecte la existencia personal. En el evangelio de Juan, Jesús nos invita y les invita a permanecer en su amor y a cumplir su mandato de que “se amen los unos a los otros”.
Probablemente entre las palabras más usadas en la actualidad se encuentra el verbo amar, pero su amplitud de significados nos confunde más que ayudarnos a orientar nuestra vida. La invitación de Jesús es a permanecer en su amor, es a apoyarse en el amor que nos ofrece, lo cual implica cumplir su mandamiento del amor. Pareciera casi tautológico: para permanecer en el amor hay que amar; se aprende a amar, amando. ¿Cuál es la novedad, entonces, que ofrece Jesús en la forma de amar? ¿a qué nos invita en definitiva? Jesús, como verdadero Dios y verdadero hombre, se nos presenta como quien manifiesta la verdad acerca del amor y lo hace desde el testimonio de su propia vida: “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos”, tal como lo hizo Jesús. Dar la vida por los otros es el criterio de verificación de la plenitud del amor. Esto significa necesariamente poner la atención de mi vida personal en el otro, en los otros, tenerlos como importantes, destinatarios de mi acción y preocupación. Esta forma de ver la vida centrada no en mis intereses o en mí mismo, implica superar el egocentrismo destructor de cualquier proyecto vital, para emprender el viaje o a la aventura de descubrir a los otros como parte de mi yo.
La identidad de la persona consagrada no se expresa en los ritos que haga o en las acciones que emprenda o en la formalidad de sus gestos. La identidad del consagrado se vive y se expresa en la capacidad de amar, en la permanencia en el amor como lo entiende y vive Jesús. Así, entonces, se podrá experimentar el gozo perfecto de una existencia plena.
Nuestro recorrido de lo que nos ilumina la Escritura con respecto a la ordenación de los diáconos quedaría incompleto sin una referencia a la finalidad de este ministerio. Hay un primer paso que se refiere a la vocación o llamado del Señor; hay un segundo paso que apunta a la identidad o consagración de los ministros; pero hay un tercer paso que apunta a la proyección de este ministerio. Jesús mismo dice: “No son ustedes lo que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero”. ¿De qué fruto habla Jesús y que es lo que lo hace que sea duradero?
La segunda lectura nos narra como los Apóstoles en los primeros años de cristianismo se vieron superados por las exigencias del creciente número de discípulos. Fue así que instituyeron a los diáconos para que los ayudaran en la administración y servicio a los más necesitados. De esta forma, los Apóstoles se podían preocupar más específicamente de la oración y del ministerio de la palabra. Los diáconos, entonces, en su origen debían cumplir funciones más administrativas y de servicio. Con el devenir de los años, el ministerio diaconal se fue desarrollando como un ministerio eminentemente de servicio. Por esta razón, el diácono, por medio de la ordenación, se configura con Cristo servidor. Su misión es el servicio y los frutos que se esperan de él están en directa relación con el servicio.
No es fácil hablar hoy del servicio. En una sociedad monetarizada como la nuestra, es rara la gente que encuentra en el servicio un modo de vida. A lo más vinculamos el servicio a una actividad remunerada pero que requiere de un escaso nivel de preparación. Con todo, el servicio es una actividad que requiere de una gran motivación interior y nobleza de espíritu, ya que se caracteriza por la gratuidad no sólo económica sino también emocional. Servir a otros es conceder a los demás un status especial con respecto a mi persona; es poner mi ser en función de las necesidades de los otros, incluso aquellos que son distintos a mí.
En la actualidad, los diáconos cumplen una triple función de servicio. Son servidores del altar; por eso, ayudan al presbítero en la liturgia. Son servidores de la Palabra, predicando, haciendo catequesis o formando a los demás en el seguimiento del Señor. Son servidores de los más pobres con la administración de los bienes y ayuda en la caridad fraterna. Sin embargo, el mejor fruto duradero que producen los diáconos es poner de relieve que el servicio es la mejor escuela de convivencia social, porque, bien conducido, pone a los más débiles y vulnerables al centro de nuestras preocupaciones.
Desde esta perspectiva, entonces, esta ordenación diaconal, así como el generoso y silencioso servicio de cientos de diáconos permanentes y en tránsito en nuestro país, nos renueva profundamente en el deseo de que toda nuestra Iglesia ponga en su centro a Jesucristo, el Servidor, utilizando la categoría de “servicio” como puente hacia la renovación de la Iglesia en la que estamos comprometidos.
Queridos Lucas, Javier, Juan Pablo y Christian, al concluir estas palabras de reflexión, quisiera agradecerles el gran gesto de generosidad que están haciendo hoy. Tras un largo proceso de discernimiento, se han atrevido a dar el gran paso de consagrar sus vidas al servicio del evangelio del Reino de Dios, proclamado por Jesucristo. Para algunos, el que alguien consagre definitivamente su vida en un proyecto vital religioso es algo extraño e innecesario. No obstante, el hecho de que una consagración de por vida es anhelada y buscada por ustedes, nos habla que estamos delante del misterio de Dios que todo lo alcanza y todo lo puede.
Que el Señor los bendiga y haga crecer día a día en ustedes el anhelo de servir al pueblo de Dios y que la Virgen del Carmen, Reina y Madre de Chile, los cubra con su manto protector.